Fiel a su traje de chaqueta, fiel a su bronceado caribeño, fiel a su corbata, fiel a su dentadura blanquísima, fiel a su público hasta la muerte. Julio Iglesias reaparecía en el Casino de Aranjuez en la que se supone era parada fundamental de su mini gira española (el 5 y el 6 estará en Gerona, el 12 en Córdoba, el 14 en Gandía y el 20 en Ávila) y dejó claro que lo que más quiere en este mundo es cantar en un escenario. A punto de cumplir 70 años, no se entiende que un hombre que tiene todo —dinero, amor, salud, éxito, hijos…— se ponga a sudar la camisa de seda delante de la gente, cuando podría estar tumbado panza arriba en cualquiera de sus mansiones viendo pasar las nubes.
Julio Iglesias es feliz haciendo lo que hace, lo disfruta y paladea casi como si fuera la primera vez, y eso es lo que transmite a su gente. Por eso sus incondicionales de Aranjuez y Madrid no dudaron en arroparle en esta vuelta a casa durante una gala donde repitió que él es español. Lo había hecho hace ya un mes en su concierto de Barcelona arrancando grandes ovaciones (ahí tenía más fuerza esa confesión) y lo repitió esa noche, mientras dedicaba a su padre «Un canto a Galicia» o recordaba cómo se pergeñó su gran éxito «Hey!». De vuelta de muchas cosas, Julio se arranca por Pavarotti de la misma manera que lo hace por Jacques Brel con su «Ne me quitte pas».
Perfeccionista hasta la médula, se rodeó de tres coristas y una banda de músicos de primera categoría, aunque los mejores aplausos se los llevaron los bailarines de tango. Ver y escuchar a Julio es ver a un grande de verdad, en el final de su carrera, pero con ninguna gana de decir adiós. Enganchado al eco de los aplausos estoy segura de que morirá con el micrófono en la boca. Da igual que le critiquen por si está mayor, si se sienta demasiado en el escenario o si repite show. El mérito de Julio es estar. Mientras tenga voz (ahora canta mejor que hace unos años) y cuerpo que se arranque, tenemos Julio para rato. Me alegro.
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